Mauricio (1a parte, por Marina Civaj)
Cada año, ya entrado noviembre, dos de cada quince internos de Una Luz de Esperanza rompían el cristal de las ventanas y se martirizaban los brazos buscando el trazo perfecto, el infalible corte que garantizaba la muerte. Otros más, se metían astillas puntiagudas a la boca con la firme intención de molerse las entrañas, y algunos optaban por el viejo recurso de la sábana atada a las vigas. pero los enfermeros llegaban siempre a tiempo y todo quedaba reducido a penosos intentos con sus respectivos "correctivos".
Mauricio Lavender Jr. llegó a Una Luz de Esperanza un 17 de noviembre, con una adicción de año y medio a la cocaína y una estancia de cinco días en el Hospital Los Ángeles por intoxicación y congestión alcohólica. A diferencia de su novia Begoña, que pasaría una corta temporada en Oceánica, él quedaría recluido cinco meses en un lugar donde la señal de televisión no llegaba, sin comodidades y con directivos que compartían la idea de que se le trataba igual a un demente que a un drogadicto. Porque Una Luz de Esperanza no sólo atendía problemas de adicción, también se permitía aceptar sin la menor traba, a los miembros de toda familia clasemediera que quisiera deshacerse de locos y seniles; al menos eso fue lo que me contó el Morris la única vez que lo visité.
Mi hermano:
Este lugar es horrible y hay cada pinche loco que no mames. Hace un frío de la verga y creo que ya empiezo a sentir "la muerte chiquita". Oye, ¿sabes algo de la Bego?
Aquí te basculean bien cabrón, ni tabaco me dejaron meter. Me siento de la chingada.
No sé qué pedo, pero me dieron ganas de escribirte.
Morris.
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