EL DESEO DE PINTAR
¡Desgraciado el hombre, tal vez; pero feliz el artista desgarrado por el deseo!
Ardo en ansias de pintar a la que se me ha aparecido tan pocas veces y ha huido tan aprisa, como ese algo hermoso y digno de añoranza que se va con el viajero a quien se lleva la noche. ¡Cuánto tiempo hace que desapareció!
Es bella y más que bella; es sorprendente. Lo negro abunda en ella, y todo cuanto inspira es nocturno y profundo. Sus ojos son dos astros donde centellea vagamente el misterio, y su mirada ilumina como el relámpago: es una explosión en las tinieblas.
La compararía con un sol negro, si se pudiera concebir a un sol negro que derramase luz y felicidad. Pero recuerda mejor a la luna, que la marcó con su temible influencia; no a la luna blanca de los idilios, que se parece a una fria desposada, sino a la luna siniestra y embriagadora, suspendida en el fondo de una noche tormentosa y acometida por las nubes que corren en tropel; no a la luna apacible y discreta que visita el sueño de los hombres puros, sino a la luna arrancada del cielo, vencida y rebelde, a quien las hechiceras de Tesalia obligaban duramente a bailar sobre la hierba aterrorizada.
En su pequeña frente moran la voluntad tenaz y el amor a la presa. Pero en la parte inferior de ese rostro inquietante, donde las móviles aletas de su nariz aspiran lo desconocido y lo imposible, estalla, con una gracia indecible, la risa de una boca grande, roja y blanca, deliciosa, que hace pensar en el milagro de una soberbia flor, surgida en un terreno volcánico.
Hay mujeres que inspiran el ansia de vencerlas y de gozarlas; pero ésta despierta el deseo de morir lentamente bajo su mirada.
Charles Baudelaire
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