Mauricio (3a parte, por Marina Civaj)
Hice cerca de cuatro horas de camino. Una Luz de Esperanza estaba prácticamente en medio de la sierra de Puebla y conforme me internaba en ella, recordaba las palabras de Morris en su primera carta: hace un frío de la verga.
El centro de rehabilitación era una vieja granja adaptada. La mayor parte de la construcción consistía en enormes galeras con techos de lámina, dispersas en un gran terreno de hierba quemada por las heladas. Las oficinas y la recepción estaban en la parte de enfrente, los dormitorios rodeaban el patio central y al fondo se encontraban el comedor, la sala de sesiones, la enfermería y las celdas correctivas. El lugar era hostil y triste, como si hubiera sido diseñado a prpósito para recordarte a cada momento que no eras más que basura.
Un tal Doctor Juárez me recibió con amabilida fingida y me recomendó que no prestara mucha atención a lo que Morris pudiera contar: "Es un muchacho poco inteligente, sometido a un tratamiento de desintoxicación y a veces no sabe lo que dice. Usted comprende, ¿verdad jovencito?"
Mientras esperaba a Morris en el patio central, saque un cigarro y pensé en cómo le diría que Bego se casaba porque había salido embarazadade El Mayuli. Entre esa cruel noticia y las ganas de un buen trago de whisky estaba, cuando vi una figura desgarbada y bobalicona que se acercaba a mí lentamente. Me costó trabajo reconocerlo.
En dos meses y medi, Morris había perdido como diez kilos y dos entradas le dibujaban la frente. Sus hojos hundidos parecían canicas transparentes con ligeras manchas verde agua y los labios los traía reventados de tan resecos. Mi reacción fue mala al principio, su olor era tan insoportable que tardé un rato en responder al abrazo que, sabía, Morris necesitaba.
- Aquí me tienes, pinche putito.
- No mames, Rick, no me digas así.
- Perdón, maestro. Es que tenía muchas ganas de verte.
- Sí, yo también.
Hice el intento por sentarme en una banca junto a la entrada del Dormitorio Deltha, pero Morris se quedó parado e insistió en caminar.
El paisaje que se apreciaba desde Una Luz de Esperanza era impresionante. El bosque estaba tan tupido que el horizonte se dibujaba en la lejanía como un amr azul turquesa.
-Esta bien chingona la vista, ¿verdad güey? ¡Qué cagado! Imagínate que te pudieras meter a andar. - Le dije eso para romper el silencio.
- También en un bosque te puedes ahogar, ¿verdad, carnal?
Era la priemra vez que escuchaba a Morris decir algo parecido. Después de unos minutos de silencio incómodo, gritó:
- No puedo más, hermano. Este lugar es el pinche infierno. No tienes idea de cómo nos tratan güey; como si fuérmaos perros. Tengo diarrea todo el pinche tiempo y la garganta me duele bien cabrón. Me cae, Rick; me cae que me arrepiento de todo.
- No te malviajes, güey. Aguántate un poco más y luego ¡La gran vida, carnal!
- Ni madres, ya nada volverá a ser igual... Te lo juro pinche Rickque yo no quería.
Nos quedamos callados mirando la barranca que separaba Una Luz de Esperanza del resto de la sierra. Cuando quise retomar la conversación, me di cuenta de que Morris lloraba y aunque hacía un gran esfuerzo por esconderse, gruesas lágrimas le dejaban surcos de mugre en las mejillas. Lo abracé con la misma sensación de asco y lástima con la que mi padre solía abrazar a sus empleados en las comidad de fin de año.
- No hay pedo, hermano. Si quieres llorar, pues llórale bien.
- Me estaba muriendo, güey, lo único que quería era un pasón. Y gritaba que por favor me ayudaran, que me iba a morir. Llegaron como cinco güeyes. Nunca les vi la cara pero cada vez que los pinches enfermeros y el puto de Juárez me ven, se cagan de la risa.
Escuché sin interrumpir, quería saber hasta el último detalle de lo que le había pasado. Una vez que los sollozos le impidieron continuar, le di unas cuantas palmadas en la espalda, sin evitar sonreir.
- Está cabrón porque sí es cierto, güey, ya nada volverá a ser igual. Sí me entiendes, ¿no? O sea, no mames, ya eres puto, ¿no? Yo que tú...
Los ojos de Morris brillaron con la rabia contenida de meses. Cerró el puño derecho y ya venía contra mi rostro cuando se detuvo. Su mirada se perdió en el azul del bosque.
- Tienes razón, mi hermano.
- Pues claro. Además, tu jefe no te va a perdonar, ya sabes cómo es.
A la hora me despedí de él. Estaba harto de verlo moquear y de escucharlo gimotear. De mi mejor amigo, al que yo admiraba, no quedaba nada. Le dejé uan cajetilla de Camel a la mitad, un Zippo, una sudadera y unos tenis. Le prometí escribirle y visitarlo, pero no tuve tiempo de hacerlo.
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